Escapémonos de Milán -dijo mi prima Marcia después de haber trabajado interminables horas preparando presentaciones para una de las tantas ferias de la ciudad.
Era verano, llovía, el clima estaba pesadísimo y la ciudad era un caos.
-Vayámonos un par de días, antes de inaugurar esto. Elegí un lugar, el que quieras –agregó, agotada.
Difícil elegir entre las tantas ciudades y pueblos maravillosos que nos rodeaban, pero Marcia es fanática del ballet y ese era un dato a tener en cuenta, al menos para empezar. Para orientarme, revisé las agendas de esa temporada sin demasiadas expectativas y, sorpresivamente, apareció una perla.
Ni siquiera lo mencioné hasta saber si había entradas… ¡y había!
Su sorpresa y alegría le quitaron la mitad del cansancio.
Dos noches en Verona con el agregado del “Romeo y Julieta” de Prokofiev, al aire libre, en una noche de verano, superaba lo que hubiéramos podido soñar.
En algo más de dos horas de auto, cenábamos una lasagna celestial en La Bottega della Gina, para terminar la noche en el mítico Caffe Borsari.
A la mañana siguiente, desayunamos con todo el tiempo del mundo en la Piazza delle Erbe, frente a los puestos del mercado que siempre despiertan mi sed de revolver y buscar “tesoros” para comprar.
Caminamos sin rumbo por la ciudad, pasamos frente a la famosa Casa de Julieta, con su balcón añadido en 1928 pero, confieso, seguimos de largo.
Tomamos helados refugiadas del sol abrasador bajo enormes sombrillas blancas. Hablamos largo y nos reímos de algunas locuras familiares.
En la Piazza Bra, surgía, imponente, la Arena de Verona, que nos esperaría esa noche iluminada y majestuosa, lista para rendir culto a un arte sublime como el ballet, en un lugar donde siglos atrás bestias y gladiadores habían ofrecido espectáculos salvajes.
La suerte nos deparó poder admirar a dos gigantes del baile como el rebeldísimo y apasionado Sergei Polunin en su papel de Romeo y a la frágil Alina Cojocaru como una Julieta ideal, que se lucieron, mágicos, en un escenario descomunal y eterno.
por Luz Martí